lunes, 20 de marzo de 2017

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D


En mis visitas solitarias a la necrópolis hago cosas incorrectas como darme el tiempo de caminar a paso lento pisando claveles y rosas secas, revisando con detalle mármol por mármol buscando nombres que ya estén en desuso o que considero extraños para agregarlos a mi lista que ya tiene más de cien antropónimos. Mientras leo las lapidas y escribo en mi lista, me atrevo a imaginar historias espectaculares sobre la vida y muerte de esas personas extintas hace más de un siglo intentando darle algún valor a esos cuerpos expirados en los pasillos estériles del cementerio.

Entre tantos nombres de épocas lejanas, algunos venidos desde el extranjero y muchos otros sacados de la literatura bíblica, helénicas y operística, me inspiran una idea romántica y heroica de la muerte.
Otra cosa que hago es mirar la arquitectura de los mausoleos y pensar si la gente que descansa en esos lugares alguna vez vivió en pagodas, templos griegos, catedrales góticas, castillos o edificios art decó y me pregunto si vale la pena que un cuerpo yazca en lujo por toda la eternidad, ¿no sería mejor vivir el lujo?

Y por último (yo considero que es de mal gusto pero igual lo hago) tomo fotos, pero no selfis, eso si sería imbécil, fotos bonitas no sé si llamarlas artísticas porque no soy fotógrafo pero si son buenas fotos extrañas (creo).

Soy tan «inserte aquí el nombre de la tribu urbana que va al cementerio», lo sé y nunca se me va a pasar, el cementerio es el único lugar donde uno puede estar en paz y quizá cuando yo esté sepultado alguien pase por mi tumba en cien años más y encuentre extraño mi nombre también.


F.

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